Dicen que el gusto es, de los cinco sentido, el que nos puede trasladar en un instante a nuestra infancia. Transportarnos a momentos que teníamos olvidados o que son de difícil acceso debido a todas esas corazas que la vida nos endosa.

Durante muchos años evitaba sumergirme en todo aquello que me hacía sentir vulnerable y, mayoritariamente, tenía que ver con mi infancia. Por eso miraba siempre hacia adelante. Echar de menos a mis padres, la comida de mi casa, las peleas con mis hermanos, los veranos con mis amigos, celebrar los cumpleaños, dar paseos con mis amigas pensando en ese chico que me gustaba, la parada en el quiosco del “Tio Terre” para comprar chucherías, las visitas a la charca que vigilaba mi abuelo rodeado de sus monigotes de nombres extraños… hacían que una vez dentro del equipo nacional el pensar en imposibles me frenaran para poder conseguir el objetivo que me había llevado hasta allí. Me generaban una sensación de impotencia hasta que aprendí a creer que algún día los disfrutaría. Mientras, tuve que crear mis propios mecanismos para no caer en la tentación de todo aquello que me producía placer, llegando a convertir un simple café en un lujo de las tardes antes de entrenar. Así es como mi vida, mi entorno, se redujo al gimnasio.

Era demasiado pequeña para gestionar eso pero, sin embargo, era capaz de descartar lo que me gustaba y elegir de forma autónoma mi camino. Sabía que todo ese tiempo que invertía en lo que me gustaba era incompatible con lo que quería.

Tuve que esperar muchos años para poder entender que siendo fiel a mis pensamientos, a lo que sentía y a los actos que llevaba a cabo con cada una de mis decisiones generaban en mi un aumento de mi fuerza de voluntad. Y es que además, durante mi carrera, disfruté de mis padres y hermanos cuando venían a verme, me bastaba una tortilla de patata de mi madre para saciarme de su comida, pude ir a algún cumpleaños sin que afectara en mi rendimiento, me di cuenta que los amores de verano eran pasajeros, cambié algunas chucherías por fruta y un día en lugar de pasear por los monigotes de mi abuelo me puse a restaurarlos.

Siempre existirá un momento para volver a tu infancia cuando menos te lo esperas; ya sea con una cucharada de un plato de tu madre u observando una de las prendas que marcaron tu niñez.

La voluntad.

Estos fueron mis primeros calentadores de lana negros e hilo dorado, con la cinturilla a juego. Los pies planos me dieron muchos problemas y los calentadores se convirtieron en mi prenda necesaria en los entrenamientos.

Foto Alberto López Palacios.

Los calentadores a juego con mis punteras negras y maillot negro, estilismo cortesia de mi madre.

Uno de los primeros monigotes de mi abuelo situado en la charca donde a mis hermanos y a mi nos encantaba subirnos.

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Años despúes gracias a la colaboración de mis amigos pudimos restaurar todas las obras de arte de mi abuelo del “Ricón de los engendros”.

Fotos Oscar Lafox

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Como recompensa para todas y todos los deportistas que han sabido llevar de forma ejemplar la cuarentena.