Hoy más que nunca pienso en Emilia Boneva. Ella no solo me colocó en esa ruleta que supo parar a tiempo para ser una de las elegidas de la nueva generación si no que fue el pico de una pirámide que hoy se visualiza invertida. Ella elegía, ella decidía, ella tenía las riendas de lo que era lo mejor para nuestra gimnasia. No tenía miedo a sus decisiones. No le importaba la ambición de los clubs ni las comunidades autónomas, importaba la calidad y el futuro.
El tiempo, ese que a veces quisiéramos parar, me ha ayudado a ver con perspectiva y sin apegos su trabajo, su labor y cómo todo lo que ocurrió desde el día en que pisé el Moscardó por primera vez ha influido en mí.
El tiempo me ha ayudado a entender que cuando entras a formar parte de ese lugar nuevo alguien tiene que salir, o tu calidad puede hacer que quien decide pueda de repente prescindir de otra incorporación que en su momento creía la mejor opción.
Ella decidía con criterio, con profesionalidad, con rotundidad y no se equivocaba.
Tras su retiro a su Bulgaria natal siguió mi carrera. Fue uno de mis pilares más importantes en el año más duro de mi carrera 2003/2004. Recuerdo nuestro encuentro en Barcelona: su mirada llena de sabiduría y su experiencia reduciéndome las pulsaciones y consiguiendo crear esa burbuja que me aislaba de una tendencia destructiva de quienes conciben el deporte como una forma de alimentar su ego y que amenazaba cada uno de mis días.
Le debía una visita a esa casa de campo de la que tanto hablaba en sus ratos libres y trayectos en furgoneta al gimnasio con Simeon al otro lado de la palanca de cambio. Le debía una visita a su hogar.
Ella es esa mujer que está sin estar en la gimnasia y que hoy más que nunca estamos huérfanos de ella.